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Japoneses y colombianos
Julio Roberto Bermudez

Por Julio Roberto Bermúdez, periodista

Suelo  participar en algunas tertulias por el gusto de compartir opiniones en unos casos, y especular en otros, aparte de mantenerme actualizado sobre la realidad como la ven los otros y la oportunidad de expresar mi propia visión.

Y, claro, no faltó la exclamación: “pobres japoneses”, cuando comentamos sobre las imágenes del terremoto, el posterior tsunami, la explosión de los reactores nucleares y las montoneras de escombros que dejaron, aparte de las imágenes de los rescatistas y los refugiados.

Resumo lo que dije en aquel conversatorio. El punto central es que el desgraciado fenómeno natural lo que muestra no es la pobreza de los nipones, derivada del incidente, sino todo lo contrario: su determinación y virtudes para superarlo, y por contraste, nosotros los colombianos con más recursos naturales que ellos, seguimos pobres y lo más dramático, todavía no le hemos encontrado solución a los desastres invernales que año tras año se presentan en las mismas zonas. 

 

Su actitud frente a la adversidad ya se ve. Nada de pánico, ni carreras, ni gritos, ni desorden, ni llanto desbordado y mucho menos las carreras de algunos llevando cosas que no sean las suyas, a menos que se trate de cargar un niño, un familiar, un inválido, o dándole la mano a un discapacitado.

Al día siguiente de un desastre en Japón que lo primero que hacen es despejar los escombros de las vías para darle paso a bomberos, ambulancias, equipos de rescate y remoción de materiales, y al tiempo habilitaron los refugios en los que en medio de la nieve o la lluvia,  que  cae inclemente, se arroparon unos a otros, como hacen los pingüinos de la Antártida, para sobrevivir al frio extremo. En Colombia la gente no se va de su rancho porque les roban lo que queda

En unos años los diques de seis metros que dejaron pasar el tsunami serán más altos, las viviendas más firmes ante futuros terremotos, las centrales nucleares más seguras y de los refugios saldrán hacia conjuntos  más amables.

Por contraste, Colombia, es decir, los colombianos, seguiremos ahogados en agua un año tras otro, sin percatarnos de que es un recurso natural escaso y valioso; las  tierras planas con el agua al píe y cerca del mar seguirán ociosas; el poderoso sol tropical solo servirá para alumbrar nuestra indolencia; nuestros vastos bosques de la Orinoquia, la Amazonia y Chocó seguirán ahí: ajenos, intactos, lejanos, si acaso como escenario de una lucha sin cuartel y sin sentido.

Esa es, a mi parecer, la verdadera pobreza. Arrastramos nuestras miserias por entre recursos convertibles en fuentes de trabajo y riqueza. Entre nuestro tranquilo discurrir y los avatares de los japonesas, las apuestas sobre el futuro apuntan en favor de éstos. Han  probado que colectivamente son, de lejos, más que nosotros.

En estos días vemos la miopía de nuestra clase dirigente, que ni siquiera para atender la demanda externa de nuestros productos y para conectarse con el mundo y de paso hacer más y mejores negocios, han invertido en infraestructura. Pero sino hemos hecho la doble calzada a Tunja, necesidad a gritos desde principios del siglo pasado, ¿Qué podemos esperar?

 


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